sábado, 15 de junio de 2013

ATENEO OBRERO

Cuenta la leyenda, que un grupo de valientes se atrevió a soñar cuando el ruido impedía hasta el pensar. Dicen que en aquella época, existían leyes que prohibían expresamente tener ilusión, ¡ya veis! Como si eso se pudiera regular. Dicen que iba a ser un centro social, auto gestionado, liberado. Cuenta la leyenda, que se les prohibió luchar, lo cual les dio aún más fuerza. Dicen que les cortaron las alas; no se esperaban que supieran volar sin ellas. Dicen que se abrazaron fuerte cuando llegó la policía. Los valientes eran muchos. Algunos dentro, otros fuera...todos en emoción.
'Ateneos a las consecuencias', les dijo la policía. 'Nos atendremos al ateneo', respondió el pueblo
'Los sueños de la realidad'. Guadalajara. 14 Junio 2013.

INVOLUNTARIAS DECISIONES

INVOLUNTARIAS DECISIONES
( IV CONCURSO DE RELATO CORTO 'LA MALETA DEL TIO PACO')

 
INVOLUNTARIAS DECISIONES

Amaba cada grano de arena de las playas de su pequeña ciudad. Amaba con locura la brisa de aquellos domingos lluviosos. Amaba su ciudad, las virtudes que tenía y amaba también sus defectos. Amaba sus gentes, incluso sin entenderse con todos. Amaba sus tradiciones, sus ritos, sus esperanzas y sobre todo sus temores. Amaba su vida, la de su ciudad, la de su entorno, la de sus recuerdos. Cada perro que se cruzaba y que veía jugar. Cada dueño que inconscientemente era paseado por su perro, como tentado a salir y seguir viviendo. Cada teatro, cada chocolatería, cada vista, cada suspiro, cada sonrisa. Era una ciudad maravillosa. Llena de todo lo que imaginaba. Llena de todo lo que había sentido, llena de recuerdos en él, incluso de recuerdos con él.
Sentía el fracaso de quien ha hecho todo lo posible por aquello que quiere, y no ha podido conseguirlo. Sentía la duda invadiendo cada pensamiento, cada suspiro y cada esperanza. Sentía el temor de vivir condicionado por las circunstancias, esas que le llevaban a aquel momento en el que se encontraba. Sólo, en la estación de tren, mirando con resignación y una pizca de odio una maleta. Su maleta. La odiosa maleta con lo imprescindible. Resignado la miraba, y sabía que dentro de aquella maleta no había absolutamente nada digno de ser llamado imprescindible. Todo, se quedaba allí.
Miró nuevamente el reloj de la estación. Era un reloj antiguo, de números romanos y grandes manecillas que parecían imponer su voluntad. Parecían incluso reírse de avanzar, sin importarles el peso de su movimiento. Hacia delante, incesantes. Hacia el tren; hacia su partida, hacia la frontera. Hacia otro país, otra alternativa. No la que quería, si no la que debía. Por mantenerse, por vivir, por conseguir seguir. Quedaban apenas diez minutos para que su tren saliera. Así que caminó hasta el andén veinticuatro y sintió que la maleta pesaba el doble que cuando salió de casa. Sintió asomar una imponente lágrima y se la negó. Se había prometido ser fuerte y no llorar. Se había prometido mirar hacia delante y luchar, por conseguirse un sitio que algún día le permitiera vivir más allá del mundo de las circunstancias.
Subió al coche once, no sin esfuerzo, la maleta pesaba en esos momentos horrores. Ayudó a una señora a hacer lo mismo, aunque no parecía que aquella mujer sufriera con su carga. Ella sonreía, ella parecía ir a donde quería. Como él, solo que él involuntariamente... si se me permite la injusticia de considerar involuntaria una decisión voluntaria tomada desde el yugo de las circunstancias. Tomó asiento, treinta y dos. Ventana. ¡Qué mala suerte! Ahora tendría que ver sin trabas cómo se alejaba todo. Así sería tremendamente difícil no llorar. Y él se lo había prometido. Se imaginó a todos sus amigos al otro lado de esa ventana, a su familia, a su hermanito pequeño. Se los imaginó sacudiendo pañuelos llenos de ternura y amor, de confianza y seguridad. Menos mal que les pidió que no vinieran. Habría sido imposible seguir adelante con ellos quedándose atrás. La sola idea le empujó una nueva lágrima que vino a unirse a la primera. No lloraré, se dijo. La intensidad del dolor de la ruptura se hacía cada vez más grande. Incluso juraría que el rasgar de sus emociones se podían oír desde el asiento de al lado. Eternos diez minutos. Pesado e intenso dolor. Tremenda ruptura.
De pronto oyó el silbato. Ya estaba. Había llegado el momento. El tren comenzó a moverse. Pero creyó estar perdiendo la cabeza, pues le pareció reconocer a sus amigos y familia en un grupo de gente que corría caóticamente hacia su posición. Corrían agitando los brazos, avanzando torpemente mientras chocaban con el resto de personas del andén. Parecían gritar intensamente, parecían necesitar gritar. No podían ser ellos. Se frotó los ojos, como intentando despertar de lo imposible. Pero al abrirlos, y poder verlos más de cerca reconoció a su hermano pequeño, a su madre que lloraba intensamente, a su padre con su característico sombrero y su confiada sonrisa de ayuda y a sus amigos todos con la camiseta del equipo de fútbol en el que solían jugar. Se había prometido ser fuerte. Y lo estaba siendo. Eso sí, descubrió que era imposible no llorar.