INVOLUNTARIAS DECISIONES
( IV CONCURSO DE RELATO CORTO 'LA MALETA DEL TIO PACO')
INVOLUNTARIAS
DECISIONES
Amaba cada grano de arena de las playas de su pequeña ciudad. Amaba
con locura la brisa de aquellos domingos lluviosos. Amaba su ciudad,
las virtudes que tenía y amaba también sus defectos. Amaba sus
gentes, incluso sin entenderse con todos. Amaba sus tradiciones, sus
ritos, sus esperanzas y sobre todo sus temores. Amaba su vida, la de
su ciudad, la de su entorno, la de sus recuerdos. Cada perro que se
cruzaba y que veía jugar. Cada dueño que inconscientemente era
paseado por su perro, como tentado a salir y seguir viviendo. Cada
teatro, cada chocolatería, cada vista, cada suspiro, cada sonrisa.
Era una ciudad maravillosa. Llena de todo lo que imaginaba. Llena de
todo lo que había sentido, llena de recuerdos en él, incluso de
recuerdos con él.
Sentía
el fracaso de quien ha hecho todo lo posible por aquello que quiere,
y no ha podido conseguirlo. Sentía la duda invadiendo cada
pensamiento, cada suspiro y cada esperanza. Sentía el temor de vivir
condicionado por las circunstancias, esas que le llevaban a aquel
momento en el que se encontraba. Sólo, en la estación de tren,
mirando con resignación y una pizca de odio una maleta. Su maleta.
La odiosa maleta con lo imprescindible. Resignado la miraba, y sabía
que dentro de aquella maleta no había absolutamente nada digno de
ser llamado imprescindible. Todo, se quedaba allí.
Miró
nuevamente el reloj de la estación. Era un reloj antiguo, de números
romanos y grandes manecillas que parecían imponer su voluntad.
Parecían incluso reírse de avanzar, sin importarles el peso de su
movimiento. Hacia delante, incesantes. Hacia el tren; hacia su
partida, hacia la frontera. Hacia otro país, otra alternativa. No la
que quería, si no la que debía. Por mantenerse, por vivir, por
conseguir seguir. Quedaban apenas diez minutos para que su tren
saliera. Así que caminó hasta el andén veinticuatro y sintió que
la maleta pesaba el doble que cuando salió de casa. Sintió asomar
una imponente lágrima y se la negó. Se había prometido ser fuerte
y no llorar. Se había prometido mirar hacia delante y luchar, por
conseguirse un sitio que algún día le permitiera vivir más allá
del mundo de las circunstancias.
Subió
al coche once, no sin esfuerzo, la maleta pesaba en esos momentos
horrores. Ayudó a una señora a hacer lo mismo, aunque no parecía
que aquella mujer sufriera con su carga. Ella sonreía, ella parecía
ir a donde quería. Como él, solo que él involuntariamente... si se
me permite la injusticia de considerar involuntaria una decisión
voluntaria tomada desde el yugo de las circunstancias. Tomó asiento,
treinta y dos. Ventana. ¡Qué mala suerte! Ahora tendría que ver
sin trabas cómo se alejaba todo. Así sería tremendamente difícil
no llorar. Y él se lo había prometido. Se imaginó a todos sus
amigos al otro lado de esa ventana, a su familia, a su hermanito
pequeño. Se los imaginó sacudiendo pañuelos llenos de ternura y
amor, de confianza y seguridad. Menos mal que les pidió que no
vinieran. Habría sido imposible seguir adelante con ellos quedándose
atrás. La sola idea le empujó una nueva lágrima que vino a unirse
a la primera. No lloraré, se dijo. La intensidad del dolor de la
ruptura se hacía cada vez más grande. Incluso juraría que el
rasgar de sus emociones se podían oír desde el asiento de al lado.
Eternos diez minutos. Pesado e intenso dolor. Tremenda ruptura.
De
pronto oyó el silbato. Ya estaba. Había llegado el momento. El tren
comenzó a moverse. Pero creyó estar perdiendo la cabeza, pues le
pareció reconocer a sus amigos y familia en un grupo de gente que
corría caóticamente hacia su posición. Corrían agitando los
brazos, avanzando torpemente mientras chocaban con el resto de
personas del andén. Parecían gritar intensamente, parecían
necesitar gritar. No podían ser ellos. Se frotó los ojos, como
intentando despertar de lo imposible. Pero al abrirlos, y poder
verlos más de cerca reconoció a su hermano pequeño, a su madre que
lloraba intensamente, a su padre con su característico sombrero y su
confiada sonrisa de ayuda y a sus amigos todos con la camiseta del
equipo de fútbol en el que solían jugar. Se había prometido ser
fuerte. Y lo estaba siendo. Eso sí, descubrió que era imposible no
llorar.