Vivimos un momento
invertido. Un momento en donde al pan se le llama vino y al vino se
le llama pan y la chita no se calla en el hemiciclo y todo ello queda
impune y da igual. Un momento en el que incluso sin darlas, hay que
tomarlas. Es lo que toca: a vivir que son quince días (más). Donde
las cosas están claras y los políticos espesos. Un momento
sentimental donde los ojos que no ven, inevitablemente sienten y
donde los amores van a tener que ser a tercera vista . Donde, incluso
despidiéndose, hay mucha oveja sin su pareja. Un momento
comunicativo donde al buen entendedor le hacen falta muchas más
palabras y donde estamos obligados a intentar encontrar la cabeza
mientras cada librillo encuentra su maestrillo. Un momento heróico
donde lo que se echa por la ventana son aplausos, donde necesitamos
que a la primera vaya la vencida. Donde cuidando es lo gerundio.
Donde no colaborando es lo homicida. Donde no hay que colgarse
medallas sino mascarillas para poder cortar pronto por lo insano. Un
momento donde las ayudas deben caer en saco remendado y donde hacerle
la cama a alguien significa cuidarle. Es un momento invertido, de
invertir. Donde las cosas no son de recibo porque éstos no se pueden
ni hacer, donde los humanos tiran a los montes porque las verdades
tan grandes como una casa se nos quedan pequeñas o errantes. Donde
no arrimar el hombro es trabajar. Cada uno en su casa y la
incertidumbre en la de todos. Un momento harinado donde nadie está
más bueno que el pan que con gusto hacemos. Donde todos los hornos
están para bollos y donde las marmotas tienen el día de los
humanos. Uno tras otro. Donde uno es compañía y dos son multitud.
Un momento invertido en el que estamos para que nos desencierren.
Donde subirse por las paredes es pasear. Donde estamos enfermos de
espanto. El que no quiere es porque no se consuela. Donde el hombre
precavido vale por 3,2 menos contagiados. Donde manta sí, pero
carretera poca y donde pasarse tres pueblos sería viajar y estar
como loca. Vivimos un momento caldoso en donde el tiempo se
encuentra. Donde puede que ocurra que algún día a rey muerto no
haya rey puesto. Donde las picas se ponen en los hospitales y en las
residencias de ancianos. Un momento separador en el que tenemos la
lágrima difícil y atadas las manos. Y es que nos la jugamos todo a
muchas cartas. Un momento ocioso donde se cantan las cuarenta por las
ventanas. Un momento desastroso donde hay a quien se le debería de
caer el perro de vergüenza. Donde hasta Vicente tiene prohibido ir a
donde va la gente. Un momento de empuje donde es el trabajo duro lo
que mueve montañas y donde lo que no puede ser, no puede ser, pero
será posible. Porque vivimos un momento de refranero invertido donde
hay uno que no debe cambia: la unión hace la fuerza
viernes, 17 de abril de 2020
martes, 7 de abril de 2020
HÉROES
Son las 7:30 de la mañana. Miro mis
manos que reposan aparentemente calmadas sobre la mesa. Me recuerda a
una mesa de roble macizo que construí yo misma. Esa que ahora
observo. Acaricio ligeramente una de sus vetas. Quizás la madera
sufrió, pienso. Quizás esa marca sólo fueran sus fibras creciendo.
Me centro en mi mano derecha. A lo mejor lo hago por ser diestra. Por
inercia. Porque siempre le doy el lugar a lo que me resulta más
habitual. Quizás todo el mundo lo haga. Son inercias. Costumbres
que desde hace algún tiempo, sin saber explicar muy bien por qué,
se me atraviesan como punzones enormes en mis convicciones. A lo
mejor debería centrarme en la izquierda, me digo. Quizás tenga más
que descubrir de ella de lo que jamás imaginé. Desvío mis ojos,
con cautela pero decidida hacia mi mano izquierda. La observo.
Reconozco el tono de piel. Es el mío. Pienso en todas las
tonalidades que habrá en el mundo. Pienso incluso en las variaciones
que habrá en mi propio cuerpo. Color carne, diría. A lo mejor
somos torpes al necesitar matizar más. Carne. Y punto. Ojalá,
pienso. Pero en la historia de la humanidad la carne siempre ha sido
de todo, menos sólo carne. Como yo. Inercias estúpidas. Mi mano
reposa aparentemente tranquila sobre la mesa. Es una mano. Como
tantas otras, solo que ésta es la mía. Observo los cinco dedos. Y
sus uñas, con su reborde blanco más o menos redondeado. Recuerdo
habérmelas mordido durante mucho tiempo. Ahora ya no necesito
hacerme desaparecer. He de concentrarme en crear, no en destruir.
Observo el cuarto dedo. El anular. Se llama así sólo porque es
donde se supone que tengo que llevar un anillo. Un anillo que no
quiero y que, incluso sin llevarlo, me pesa. Sobre todo ahora que
hemos roto. Teníamos un futuro por delante, un futuro que he
desechado por propenso. Por temido. Por aparatoso. Futuro. Palabra
incierta. Estoy bien. Sé que estoy bien cuando consigo estar bien
ante la incertidumbre. Francamente, el ahora no tiene otra verdad que
esa. Dedo. Palabra que deriva de otra del latín que ni recuerdo, no
sé por qué siempre me empeño en recordar, y que además del
apéndice de una extremidad es también una medida de longitud que
equivale a dieciocho milímetros. Yo sonrío. Ridículo. Los míos
son más largos. He tenido suerte. Mi mano tiene cinco hermosos
dedos. Me fijo en las arrugas de cada uno de ellos. Son muchas. ¿Y
si empezamos a envejecer por las manos? Recuerdo las de mi abuela.
Eran ásperas y muy arrugadas. Solía tratar de imaginar cómo habían
llegado a ser así o si era algo que había ocurrido de repente.
Había tenido siete hijos. Ahora que lo pienso, arrugarse es lo
mínimo que aquellas manos pudieron hacer tras tanto trabajar. Mi
abuela tenía un don. Un don y una pensión ridícula. ¿Y si el
trabajo es mucho más que sólo cotizar? Solía pensar que las
máquinas que suplieron a mi abuelo en la fábrica, cotizaban. Al
crecer me explicaron que no era así. También me explicaron que todo
debía estar bien y que nada tenía que doler y que si lo hacía,
como evidentemente era el caso, lo debía ocultar. Todo bien. Menuda
estupidez más amarga. Sigo las venas de mis dedos como carreteras
por el dorso de mi mano. Es un dorso estrecho, huesudo, aparentemente
frágil. Quizás sean arterias lo que veo. Sangre roja si es
oxigenada. Sangre azul si es monárquica o desoxigenada, aprendí.
Repentinamente siento un fuerte ímpetu republicano. ¿Y si todos
los sistemas fallan? ¿Y si falta oxígeno? ¿y si falta sangre?
Sangre mezclada, quiero decir. Mi muñeca es extremadamente estrecha.
Ahora que le presto atención me sorprende pensar en la cantidad de
esfuerzo que ya ha sacado adelante. Parece de cristal de bohemia.
Como las copas que celosamente guarda la familia para las ocasiones
especiales. No tengo claro dónde está Bohemia pero tengo claro que
aquél último viernes era una ocasión especial aunque aún no lo
supiéramos. Mi antebrazo es escueto. Tan sólo lo adornan dos
tímidos lunares. Tengo que revisarlos. Cuando todo esto pase, tengo
que revisarlos. Subo hasta el codo. Me resulta especialmente picudo y
útil mientras alcanzo, gracias a él, a rascar suavemente parte de
mi lomo derecho. Me duele un poco. Estoy cansada. Cuando todo esto
acabe, descansaré. Recupero la mirada sobre mi brazo alcanzando el
hombro. Curvado, definido, fibroso, agotado. Aquellos recortes.
Aquellos malditos recortes. Le doy un trago más al café. Miro mi
brazo que reposa aparentemente calmado sobre la mesa. Las 7:45. He de
salir ya, hoy mi turno es de mañanas. Pienso en cómo habrán
pasado mis compañeras la noche. Espero que les llegara la energía.
Sienta bien sentir energía. De pequeña aprendí que la energía ni
se crea ni se destruye, que sólo se transforma. Menuda gilipollez.
El que afirmó aquello sería un erudito pero no estuvo ni un sólo
día a las ocho de la tarde asomado a una ventana aplaudiéndole al
sacrificio y la esperanza.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)