El sol
luchaba por hacerse un hueco entre las imponentes nubes. La tarde
estaba desagradable, o eso creía Irene. Había olvidado su abrigo en
la cafetería en la que desayunaba y estaba destemplada. Desde
aquella mañana se sentía especialmente caótica. Perdida en un mar
de dudas, nerviosa sin llegar a acariciar el lugar del por qué de
aquel malestar. Imaginó lo que sería ser feliz. Se preguntó si
llegaría algún día a serlo. No recordaba con claridad qué había
soñado, pero sabía que había sido algo revoltoso, inapropiado,
incluso tremendamente infeliz. Se despidió de sus compañeros de
trabajo, como siempre, y salió por la puerta del edificio más
bonito que jamás había conocido. Era un edificio victoriano,
situado en la avenida principal de su pequeña ciudad. Tenía unas
grandes y pesadas puertas azules que con dificultad alcanzaba a
abrir. Se tomó unos segundos ante las imponentes puertas. Se
preguntó si ella alcanzaría alguna vez a ser tan grande como ellas.
Se preguntó si quizás ya lo era. Al mismo tiempo, una socarrona
media sonrisa asomó en su boca, como burlándose libremente de su
propia confianza. ¡Grande yo!, se dijo. ¡Si apenas mido un metro y
medio!
Irene
era una mujer de cuerpo menudo e imponente mirada. De frágil
confianza y de fuertes ideales. Tenía una larga melena dorada a la
que pocas veces prestaba la atención y los cuidados necesarios. Eso
a ella, no le importaba. ¡Total, quién se va a fijar en mí!, se
decía ante el espejo. Desde bien pequeña se recordaba pelando
contra un mundo que parecía jamás entender. Nadaba en
interrogantes, respiraba contradicciones, anhelaba respuestas y ante
todo, y sobre todo, creía en la posibilidad de que el mundo pudiera
algún día despertar del doloroso funcionamiento que poseía. Era
bondadosa y empática. Cerebral y errática. Emocional y
contradictoria. Le encantaban los aros de cebolla y el helado de
fresa. Tenía un fuerte sentido del humor. Ella creía que, de alguna
manera, el sentido del humor salvaba la vida a la gente. Disfrutaba
provocando una sonrisa. Sonreía viendo sonreír. Le encantaba meter
la mano en la arena, los pies en el barro y la cabeza bajo una fuerte
y fresca cascada a la que le gustaba ir los domingos de fina lluvia.
Tenía los ojos siempre muy bien abiertos, no quería perderse ni un
instante. Deseaba vivirlo todo, aunque fuera sufrimiento, aunque
fuera interrogante. Le encantaban los puzzles. Odiaba las sorpresas.
Tenía pocos amigos, pero mucha gente a la que querer.
Giró
a la derecha y comenzó a caminar hacia la cafetería de aquella
mañana con la idea de recuperar su abrigo y quizás sentirse mejor.
Le pareció que la gente paseaba con semblante especialmente serio
aquella tarde. Había mucha gente sola, absorta en sus móviles,
creyéndose acompañada. La gente se esquivaba sin llegar siquiera a
mirarse. Se esquivaban tan sólo con intuirse. Como imanes del mismo
polo, repeliéndose por pura naturaleza. ¡Qué pena! Si la gente
supiera el poder que tiene una mirada, se decía. Ella se prometió
siendo bien pequeña que su mirada habría de ser siempre honesta.
Por supuesto que, a lo largo de su vida, habría faltado a su propia
promesa en numerosas ocasiones y quizás alguna honestidad perdió su
sentido camino a sus pupilas. Quién sabe. Quizás las promesas
existen y se pueden llevar a cabo con la sola condición de que
puedan, en algún momento, no ser cumplidas.