Son las 7:30 de la mañana. Miro mis
manos que reposan aparentemente calmadas sobre la mesa. Me recuerda a
una mesa de roble macizo que construí yo misma. Esa que ahora
observo. Acaricio ligeramente una de sus vetas. Quizás la madera
sufrió, pienso. Quizás esa marca sólo fueran sus fibras creciendo.
Me centro en mi mano derecha. A lo mejor lo hago por ser diestra. Por
inercia. Porque siempre le doy el lugar a lo que me resulta más
habitual. Quizás todo el mundo lo haga. Son inercias. Costumbres
que desde hace algún tiempo, sin saber explicar muy bien por qué,
se me atraviesan como punzones enormes en mis convicciones. A lo
mejor debería centrarme en la izquierda, me digo. Quizás tenga más
que descubrir de ella de lo que jamás imaginé. Desvío mis ojos,
con cautela pero decidida hacia mi mano izquierda. La observo.
Reconozco el tono de piel. Es el mío. Pienso en todas las
tonalidades que habrá en el mundo. Pienso incluso en las variaciones
que habrá en mi propio cuerpo. Color carne, diría. A lo mejor
somos torpes al necesitar matizar más. Carne. Y punto. Ojalá,
pienso. Pero en la historia de la humanidad la carne siempre ha sido
de todo, menos sólo carne. Como yo. Inercias estúpidas. Mi mano
reposa aparentemente tranquila sobre la mesa. Es una mano. Como
tantas otras, solo que ésta es la mía. Observo los cinco dedos. Y
sus uñas, con su reborde blanco más o menos redondeado. Recuerdo
habérmelas mordido durante mucho tiempo. Ahora ya no necesito
hacerme desaparecer. He de concentrarme en crear, no en destruir.
Observo el cuarto dedo. El anular. Se llama así sólo porque es
donde se supone que tengo que llevar un anillo. Un anillo que no
quiero y que, incluso sin llevarlo, me pesa. Sobre todo ahora que
hemos roto. Teníamos un futuro por delante, un futuro que he
desechado por propenso. Por temido. Por aparatoso. Futuro. Palabra
incierta. Estoy bien. Sé que estoy bien cuando consigo estar bien
ante la incertidumbre. Francamente, el ahora no tiene otra verdad que
esa. Dedo. Palabra que deriva de otra del latín que ni recuerdo, no
sé por qué siempre me empeño en recordar, y que además del
apéndice de una extremidad es también una medida de longitud que
equivale a dieciocho milímetros. Yo sonrío. Ridículo. Los míos
son más largos. He tenido suerte. Mi mano tiene cinco hermosos
dedos. Me fijo en las arrugas de cada uno de ellos. Son muchas. ¿Y
si empezamos a envejecer por las manos? Recuerdo las de mi abuela.
Eran ásperas y muy arrugadas. Solía tratar de imaginar cómo habían
llegado a ser así o si era algo que había ocurrido de repente.
Había tenido siete hijos. Ahora que lo pienso, arrugarse es lo
mínimo que aquellas manos pudieron hacer tras tanto trabajar. Mi
abuela tenía un don. Un don y una pensión ridícula. ¿Y si el
trabajo es mucho más que sólo cotizar? Solía pensar que las
máquinas que suplieron a mi abuelo en la fábrica, cotizaban. Al
crecer me explicaron que no era así. También me explicaron que todo
debía estar bien y que nada tenía que doler y que si lo hacía,
como evidentemente era el caso, lo debía ocultar. Todo bien. Menuda
estupidez más amarga. Sigo las venas de mis dedos como carreteras
por el dorso de mi mano. Es un dorso estrecho, huesudo, aparentemente
frágil. Quizás sean arterias lo que veo. Sangre roja si es
oxigenada. Sangre azul si es monárquica o desoxigenada, aprendí.
Repentinamente siento un fuerte ímpetu republicano. ¿Y si todos
los sistemas fallan? ¿Y si falta oxígeno? ¿y si falta sangre?
Sangre mezclada, quiero decir. Mi muñeca es extremadamente estrecha.
Ahora que le presto atención me sorprende pensar en la cantidad de
esfuerzo que ya ha sacado adelante. Parece de cristal de bohemia.
Como las copas que celosamente guarda la familia para las ocasiones
especiales. No tengo claro dónde está Bohemia pero tengo claro que
aquél último viernes era una ocasión especial aunque aún no lo
supiéramos. Mi antebrazo es escueto. Tan sólo lo adornan dos
tímidos lunares. Tengo que revisarlos. Cuando todo esto pase, tengo
que revisarlos. Subo hasta el codo. Me resulta especialmente picudo y
útil mientras alcanzo, gracias a él, a rascar suavemente parte de
mi lomo derecho. Me duele un poco. Estoy cansada. Cuando todo esto
acabe, descansaré. Recupero la mirada sobre mi brazo alcanzando el
hombro. Curvado, definido, fibroso, agotado. Aquellos recortes.
Aquellos malditos recortes. Le doy un trago más al café. Miro mi
brazo que reposa aparentemente calmado sobre la mesa. Las 7:45. He de
salir ya, hoy mi turno es de mañanas. Pienso en cómo habrán
pasado mis compañeras la noche. Espero que les llegara la energía.
Sienta bien sentir energía. De pequeña aprendí que la energía ni
se crea ni se destruye, que sólo se transforma. Menuda gilipollez.
El que afirmó aquello sería un erudito pero no estuvo ni un sólo
día a las ocho de la tarde asomado a una ventana aplaudiéndole al
sacrificio y la esperanza.
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