domingo, 13 de marzo de 2011

NUNCA ME MENTISTE

- ¡Maldita sea! - masculló.

             Las 9:12. Hacía 2 minutos que tendría que haber salido de casa, pero no encontraba el otro zapato. Miró el reloj con rabia, como culpándole de su propia desgracia. Bajo ningún concepto podía llegar más tarde de las 10 y, por supuesto, la cita era en la otra punta de la ciudad. ¡Pero dónde se había metido el dichoso zapato! Buscó por toda la casa, corriendo frenética de un lado para otro. Era la cita más importante de toda su vida. Se sintió mareada.
            
            Vivía en un pequeño ático de París. No era gran cosa, pero desde luego era algo que había conseguido por ella misma, lo primero quizás. Odette siempre había tenido una vida en la que todo le había sido dado en mayor o menor medida. Nunca le había faltado comida, ni ropa, ni libros para la escuela, ni una cama donde dormir. Nunca había tenido problemas de salud, que ella recordara, salvo aquel sarpullido doloroso que le salió una vez en la espalda y esas dos gripes que le mantuvieron presa de la cama y la fiebre durante unos días.. Desde luego recibió una magnífica educación en las mejores escuelas de la ciudad y desde bien pequeña aprendió a tocar el piano. Tocar el piano le hacía libre. Libre de volar a donde ella quisiera, casi siempre lejos de la perfección que de ella se esperaba. Su madre siempre le había vestido de una manera hortera, pero a ella no le importaba, ya que adoraba la manera que tenía de mirarle cuando, colocándole la diadema le decía: ¡ya está! ¡qué guapísima estás! Y su padre reía fuertemente a su lado y complicemente le decía: ¡ si es que aunque se empeñe en ponerte fea, no lo consigue! No recordaba ni una sola vez en la que le hubiera pedido algo a su padre, y este no se lo hubiera concedido. Bueno sí, ahora sí. Aquella vez en la que después de un domingo de playa, ante un sabroso helado de chocolate, le pidió por favor que nuca se muriera y él le contestó que siempre estaría con ella. Y ahora, que hacía una semana que le había enterrado, estaba convencida de que aquel día, él le mintió. Y le odiaba por ello. Les odiaba a los dos, por haberla abandonado.

             Buscó por tercera vez bajo el sofá, por cuarta bajo la cama, por segunda en el baño. Hasta abrió el frigorífico. ¿Estaba perdiendo la cabeza? Desde luego que la respuesta habría sido sí, si lo llega a encontrar ahí. Miró hacia la lavadora y lo vió. Entre el montón de ropa sucia reconoció un tacón, que vergonzoso, asomaba. Lo asió y se lo puso mientras saltando sobre la otra pierna se acercaba a la puerta y se prometía empezar a ser un poco más ordenada. Llaves, teléfono, cartera, tarjetas, el pase del metro...comprobó que todo estuviera en el bolso y salió por la puerta. 

            Las 9:17, tarde, llegaría tarde. Pero bueno, los médicos siempre van con un poco de retraso. Quizás contaba con cinco minutos más. ¡Ojalá!. Corrió hacia el metro, bajó, cruzó el torno y sin mirar los carteles, se dirigió a su andén. Llevaba tanto tiempo viviendo en ese barrio, que para la mayoría de trayectos, no tenía que consultar ningún mapa, ni pensar activamente lo que iba a hacer. Su costumbre le llevaba de manera automática así, sus ojos, eran libres de centrarse en otras cosas, seguramente mucho más importantes y bellas. Aquella era una mañana particularmente bonita en el metro, pero ella ni lo percibió. Sus ojos eran libres, pero su mente no. ¿Cuales serían los resultados de las pruebas? Se sintió de nuevo mareada. Sacó una pequeña botella de agua y bebió un sorbo. Respiró hondo. Mucho mejor.

            Las 9:57. Bajó del metro y salió a la calle. Llovía, pero ella no llevaba paraguas. Había salido tan rápido de casa que ni se le ocurrió comprobar el tiempo que hacía. Recorrió la calle Vagiard, torció a la derecha por Daviel tan rápido como le permitieron sus temblorosas piernas, y llegó frente a la puerta del Doctor Rousseau. Llamó al timbre. La enfermera debió de tardar unos segundos en responder, pero a ella le parecieron horas. Subió por las escaleras. La puerta estaba entreabierta. Se paró ante ella y respiró profundamente, intentando llenar de fuerza cada vacío de lo que ella creía que era debilidad y que sólo era miedo. La empujó con timidez y presentó sus disculpas por llegar tarde. Le invitaron a que tomara asiento, el Doctor le atendería en unos minutos. En unos minutos sabría  lo que le pasaba. Se volvió a sentir mareada. Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared. Pensó en su padre. Él habría sabido cómo calmarle. Le habría agarrado de la mano, le habría dicho que estaba muy guapa para estar enferma y le habría contado la película que había visto la noche anterior, destripándole el final. Y ella habría reido abiertamente, porque él tenía esa manera especial de contar las historias. Él cambiaba todo para que resultara más gracioso. Él hacía que todo resultara distinto, hasta lo grave. Él sabía cómo acompañar, y en su manera de acompañar nacía siempre una sensación de ayuda. Esa que ella estaba sintiendo al recordarle ahora. Y de pronto sintió que iba a llorar, y no podría hacer nada por evitarlo. Porque de pronto la rabia se esfumó. Ya no le odiaba por haberle mentido, él no lo había hecho. Porque él sólo le prometió que siempre estaría con ella, y eso era cierto, ahí estaba.  Haciéndole sentir a través del recuerdo.
        
              Llegó el Docotor y le invitó a pasar. Tras los saludos de rigor le preguntó si había pasado una mala racha. Por lo visto tenía un poco de anemia y podía estar sometida a demasiado estrés.


- Sí Docotor, he estado un poco estresada. Es que hace una semana perdí a mi  padre. Pero no se preocupe, que lo acabo de encontrar.

              Salió de la consulta sonriente y se fue a tomar un delicioso helado de chocolate con su padre. Eso ya nadie podría quitárselo jamás.

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