martes, 5 de abril de 2011

RELATO Nº 653

Como cada domingo se despertó a las nueve de la mañana. Respiró hondo y se estiró tan largo como era en la cama para, acto seguido y de un sorprendente brinco situarse ante la puerta del baño.
Estaba muy ágil para la edad que tenía. En un par de semanas cumpliría setenta y tres años. El primer cumpleaños desde que perdió a su musa y con ella, a su fuente de inspiración. Hacía meses que ya no tenía ideas nuevas, ni sorprendentes. Hacía meses que en su cabeza las cosas, los recuerdos, sólo se destruían y no nacían. Y eso, no era nada bueno para un escritor.
Se miró al espejo y comprobó que los años dedicados a vivir estaban representados en arrugas de felicidad, en surcos de lágrimas tristes y en agujetas de plenitud. Sin embargo, desde que su  musa desapareció detestaba la imagen del hombre desaliñado e infeliz que le devolvía el espejo. No podía ser él. Se lavó la cara con agua fría, como cada domingo por la mañana, y bajó a desayunar. Té con limón y dos galletas de canela. Si se sentía especialmente hambriento, tomaría también una manzana. Como cada mañana. 
Siempre había sido un hombre metódico, inmensamente fiel a su propia monotonía. Supongo que la encontraba de algún modo terapéutica, aunque quizás sólo fuera un síntoma de escritor. caótico Seguía poniéndose los calcetines en el mismo orden que lo hacía cuando era pequeño, seguía sonriendo con pensar en la luna y Seguía abriendo las cartas de derecha a izquierda.
Sin embargo, esa mañana, sintió la monotonía más vacía que nunca. Era un escritor que ya no tenía nada de qué escribir. No tenía ideas. Ella había desaparecido y con su musa, su creatividad. Estaba perdido. Desayunando como siempre, desayunando lo de siempre y perdido como nunca.

En cualquier otro momento, en cualquier otro domingo, se habría puesto las zapatillas el chándal y su gorra, y habría ido a dar la vuelta al lago que sistemáticamente completaba en una hora y media. Habría comprado el pan y el periódico y se habría sentado en el porche con aquella vieja pipa de su viaje a Méjico. Habría mirado de soslayo a su musa y en unos pocos segundos se habría encontrado ante su vieja underwood de 1915 con una idea preciosa y un entusiasmo bárbaro. Y de ahí habría salido su relato número 653. Pleno, puro, espontáneo, caótico e inesperado. Todo lo que su monotonía no era.
Pero esa mañana no. Esa mañana lo caótico no era su relato. No existía relato. Y pensó que quizás su error había sido confiar siempre en la mirada de su musa.  Y pensó que debía de hacer algo, por primera vez, más allá de sentarse en el porche y esperar a que la inspiración estuviera al alcance. Se puso las botas de monte, el chándal viejo que usaba para ir a por setas y se fue a cazar. Se fue a cazar ideas. Y en ese mismo instante supo, que esa mañana, ya tenía un nuevo relato.






1 comentario:

  1. ... cada dia que pasa con cada palabra impresa, me afianzo más en lo dicho: menos mal que esto es público!

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