lunes, 9 de mayo de 2011

LA AUSENCIA

Le picaba. ¡Otra vez! Le picaba mucho. Se rascaba con fuerza, como otras veces antes había hecho. Y conseguía calmar, por un corto período de tiempo, el intenso picor. Siempre comenzaba cerca de la oreja izquierda. Durante unos días se mantenía ahí, como una molestia localizada y no demasiado incapacitante, para luego extenderse poco a poco por todo el cuerpo. Eso sí, siempre terminaba en el corazón. Y cuando le picaba el corazón, era cuando peor lo pasaba, porque jamás conseguía rascarse.
Se llamaba Jaime. Tenía nueve años. Era rubio y tenía el pelo muy rizado. Sus ojos eran marrones y dicharacheros. Siempre inquietos, brillantes, vivos y llenos de novedad. Deseaba tanto entender el mundo, que lo primero que hizo cuando nació, fue mirar. Y luego lloró. Sus padres le decían, que el día que él nació, la luna sonrió por primera vez porque alguien le miraba a los ojos. A él le gustaba oir esa historia. Sabía que no era verdad, porque la luna no tenía ojos y seguro habría sonreído muchas veces antes. Pero le gustaba oir esa historia. De alguna manera, le hacía sentirse importante.
Recordaba la primera vez que aquel picor había comenzado. Intenso, tras la oreja izquierda. Fue cuando su abuela partió a sentarse junto a la luna. Al parecer, y sin saber muy bien por qué, no habría de volver. Su abuela se fue y él comenzó a rascarse, junto a la oreja izquierda, aquella en la que su abuela le susurraba siempre que le quería. Unos días después, el picor se había extendido por todo  el cuerpo. Cuando su abuelo le abrazaba, sentía cierto alivio. Pero si él no estaba cerca, tenía que rascarse con intensidad, dejando su delicada piel roja, ardiente y herida. No podía evitarlo ni tampoco entenderlo.
Le llevaron al médico, pues hacía más de dos semanas que le picaba todo. Aquel mismo día, el picor del cuerpo había disminuido. Empero, se había desplazado al corazón. El médico sin embargo, no pudo determinar qué le ocurría y sólo pudo recomendarle largos baños de agua fría en el lago cercano a su casa.
Una noche, sentado en el porche, mirando la luna y envuelto en un gran silencio, pensó en su abuela, y el picor cesó.
No obstante, el día despúes de que su abuelo decidiera ir a visitar a la abuela, el picor volvió. Y ocurrió exactamente lo mismo. Los mismos días duró  tras la oreja. Con la misma velocidad se extendió a todo el cuerpo y de la misma manera le picó el corazón, sin saber cómo rascárselo.
Y ahora, ¡otra vez! le picaba tras la oreja izquierda. Acababa de despedirse de su mejor amigo. Con él había pasado todo el verano jugando en la playa. Se había sentido seguro y confiado, como cuando su abuela le acunaba, como cuando su abuelo le contaba cuentos. Una vez, le había susurrado al oido que siempre serían amigos. Y ahora, otra vez, le picaba la oreja. Sabía lo que le esperaba. Sabía que tendría que soportar el picor tras la oreja, luego en el cuerpo y por último en el corazón.
Se llamaba Jaime, tenía nueve años y cada vez que sufría de ausencia, le picaba el corazón. y ¡qué difícil era rascarse el corazón!


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