A veces le dolía el cerebro. Se
llenaba de ideas y de conclusiones. Se llenaba de esa visión del mundo
tan dañina para quien reza permanecer ciego. A veces ni
siquiera sabía sobre qué eran las conclusiones o en calidad de qué le
venian las ideas. ¿Era en calidad de recuerdo?¿de aspiración? ¿de
frustración? ¿de hipótesis? No lo sabía. Por un momento, sólo se ahogaba
en conocimiento, sin poder ordenarlo, sin poder entenderlo y lo que es
peor, sin poder manejarlo.
Pero
después, pasados esos primeros momentos, respiraba profundamente y las
ideas se ordenaban, las conclusiones se entendían así como su por qué.
El dolor de cerebro desaparecía en la medida en que respiraba y
ordenaba. Todo resultaba precioso después. Todo resultaba verdad incluso lo poco que quedaba desordenado.
Se
llamaba Enrique, y sufría ataques de lógica. Tenía setenta y cinco
años, y era escritor, aunque se ganaba la vida con la frutería que
regentaba desde hacía ya cincuenta años. Sin embargo, cada mañana ante
el espejo del baño se prometía que aquel sería el día en el que no iría a
la tienda. Tomaría el manuscrito de una de sus novelas y se recorrería
la ciudad entera, de editorial en editorial, presentando aquello que él
había titulado 'crónicas de un cerebro'. Cada noche volvía a casa, y
antes de acostarse dejaba en la cajita de la mesilla la recaudación de
la caja, se miraba en el mismo espejo y se acariciaba la desconfianza a
golpe de convicción. Mañana quizás. Y es que a veces ocurre que la desconfianza se torna cobardía y uno se queda sin intentar lo que sueña.
Nunca
había tenido hijos, en parte debido a que su mujer falleció a los pocos
meses de haberse casado y en parte porque se sabía cobarde ante la
realidad a la que los niños consiguen enfrentar a los adultos. Cada vez
que alguien decía que los niños eran espontáneos, él entre dientes
decía: lo que son es sinceros. Y Enrique se temía mucho. Sobre todo
cuando sufría los ataques de lógica. De alguna manera era feliz en su
tienda, sin hijos, con una rutina y soñando cada día con poder llegar a
vivir de quien ya era sin saberlo. Un escritor que sufría de lógica y
que encontraba que la vida era, a grandes rasgos algo aburrido, pues
jamás la vida le había llevado a donde le habían llevado sus letras. Y
eso que había pasado dos guerras y sus padres habían muerto muy
jóvenes.
Enrique quería a muy
poca gente. Y además, aquellos a quienes quería, habían muerto hacía
tiempo. A ellos, les habría dado el manuscrito y habría esperado
paciente sus opiniones. Ahora, no tenía a nadie, hacía mucho que no
tenía a nadie. Y no le importaba nada más que abrir su frutería cada
día, y cerrar con una caja aceptable que le permitiera pagar las
facturas. No sentía pasión por nada más.
Los últimos ataques de lógica, le habían dado
sin embargo unas conclusiones extrañas, desagradables. Quizás, había vivido de manera cobarde. Quizás huyendo hacia delante. Quizás se había perdido, algo importante. Estaba cansado y confuso. Estaba despierto y alerta. Le dolía el cerebro y bajó a abrir la frutería, esta vez con el manuscrito por delante.
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