domingo, 21 de febrero de 2016

COMPLICIDAD

Tic-tac, tic-tac. Sonaban sus pulsaciones. Como las del Lombard que, ante ella, parecía tener la conciencia tranquila y saberse en equilibrio. Tic-tac, tic-tac insistía desenfadado el reloj. Un reloj de ébano tallado con asombrosa precisión hacía ya muchos años en una pequeña localidad de Gabón. Sus relieves eran asombrosos, una verdadera obra maestra de la ebanistería. Su autor había muerto en un fuego cruzado del que no tenía ninguna culpa, o al menos eso le contaron a sus hijos. Siempre es menos doloroso masticar una muy bien envuelta mentira que asomarse al abismo de procesar la verdad.  Lo cierto era que había aprendido el oficio de su abuelo siendo muy pequeño y en cuanto fue un poco más mayor, lo utilizó con preciosa devoción como tapadera. La mayoría de los cargamentos de droga que entraban en el país lo hacían en algún Lombard original. Bien fuera por tierra, mar o aire. Paul Lombard había nacido en Moanda, una pequeña localidad del interior de Gabon. Nunca vio el mar pero podía describirlo a la perfección. Había escuchado a su abuelo contar la anécdota de cuando lo vio por primera vez tantas veces, que de alguna manera, a la muerte de éste, decidió quedársela como herencia. "Esa inmensa masa azul le hacen a uno darse cuenta de la dimensión ridícula del humano en el mundo", solía decir. "Aterra pensar que, si quisiera, podría tragarnos en un instante sin apenas pestañear y el mundo seguiría girando sin derramar una lágrima". Su abuelo había sido un buen hombre, demasiado trascendental para una realidad que le invitaba a una insignificante vida interior. Pero así suelen ser los genios, y pocos sabían verlos.
Tic-tac, tic-tac continuaba insistente mientras ella permanecía embobada ante él tratando de acompasar sus latidos al elegante segundero que, con precisión milimétrica, medía algo tan inexistente como el tiempo. Se vio reflejada en el cristal que protegía las agujas. Demasiado pálida y cansada. Cómplice con el reflejo, asintió, como permitiéndose secretamente un instante de abandono y pérdida de fuerza, y bajó la mirada al péndulo de plata. Sonrió timidamente mientras pensaba en cuanta gente habría, como ella, establecido ese instante de armonía con ese reloj. Al fin y al cabo, formaba parte de la exposición permanente de aquel museo. Mucha gente habría pasado ya ante él. Quizás, aquél Lombard, había sido tallado con la única virtud de conseguir ser cómplice. Bien fuera del narcotráfico, bien de la mirada perdida de una mujer, que como Laura, había perdido la espranza.


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